El castillo de Andrade no fue lugar de residencia de los Andrade, sino una fortaleza o baluarte defensivo. Perdió parte de su importancia para la familia cuando los Andrade se hicieron con los señoríos de Ferrol y Pontedeume y contaron con la fortaleza de la villa del pueblo eumés.
El castillo sufrió la ira de los irmandiños (dos revueltas, ocurridas en 1431 y en 1467). Durante la primera, los irmandiños cercaron la fortaleza sin tomarla pero, durante la segunda, fue parcialmente destruida.
Los Reyes Católicos, dispuestos a terminar con los abusos de la nobleza y a imponer la justicia real, decretaron que todas las fortalezas de menos de doscientos vasallos debían ser destruidas. Diego de Andrade se había mostrado fiel partidario de los Reyes Católicos y, el castillo de Andrade, como otros muchos, no fue destruido, pero, después de su muerte, ocurrida en 1492, dejó de ser habitado.
Pasado casi medio siglo, bajo la dirección del arquitecto Agustín Tenreiro, fue reedificado mejorando los accesos para favorecer su visita. Durante este tiempo, el castillo de Andrade siguió en manos de la casa de Alba, heredera de Andrade y Castro, quien, a finales de la década de los ochenta del siglo XX, suscribe un acuerdo con el Ayuntamiento de Pontedeume para administrar su uso y disfrute sin afán de lucro.
Las murallas forman un polígono irregular de seis lados, de 2,57 m. de espesor. En el lado sur se abre la puerta abocinada que se cerraba con un rastrillo y alamudes. Encima de la puerta están labrados los escudos de Fernán Pérez de Andrade. El patio, de unos 140 m2, está rodeado de distintas dependencias de tres pisos, con ventanas abiertas en la muralla, desde las que se accede al adarve.
Es de planta cuadrada, de 10 metros de lado y 20 de altura. Posee una terraza y cuatro pisos, destinados a calabozo, cuerpo de guardia y la habitación del alcaide. El último piso se cubre con una bóveda de medio cañón apuntado, con tres arcos fajones de perfil trapezoidal, apoyados en ménsulas decoradas, unidas por una imposta. Este último piso posee dos ventanas al norte y oeste, horno, hogar y un canal de comunicación con el primer piso. Desde él se accede a la terraza, en la que se conserva parte del matacán, asentado en ménsulas de modillones de rollo.
A día de hoy, todavía hay campesinos que, al pasar por delante de este castillo, se santiguan diciendo: “Que Deus teña na gloria os que morreron no castelo da fame”.
Esta plegaria responde a la historia, transmitida de padres a hijos, sobre un calabozo secreto que se dice que existió en la fortaleza y donde dos jóvenes amantes fueron enterrados vivos.
A finales del año 1389, este castillo estaba al cuidado de Pero Lopez, un hombre violento y cruel que planificó y llevó a cabo la más horrible de las venganzas, ya que, Elvira, Señora de Andrade, no correspondía a sus atenciones. El amor que ella sentía por Mauro, paje favorito del Señor por tratarse de su hijo bastardo, fue avivando el odio de Pero.
Una tarde, el cuidador del castillo bajó al Pazo de la Villa a arreglar unos asuntos y allí vio a Mauro y a Elvira. Estremecido de rabia y de celos, les juró odio eterno y comenzó a maquinar su venganza. Ayudado por Zaid, un esclavo que le obedecía ciegamente como un perro y que para mayor suerte era mudo, secuestró a los jóvenes amantes, trasladando sus cuerpos a un subterráneo escondido en la torre del castillo. Se accedía a él bajando unas pendientes y ruinosas escaleras que conducían a una estancia húmeda y oscura. Allí, una de aquellas paredes mohosas se abría, manejando un resorte oculto, dando paso a una celda. Frente a frente, contra dos de los muros del lugar, depositó los cuerpos de los amantes, ambos sujetos con cadenas.
Los dos jóvenes estuvieron mucho tiempo sufriendo aquella situación. Mientras, el marido de Elvira, el Señor de Andrade, intentaba dar con el paradero de su mujer y de su querido paje, pero con el paso de los días fue haciendo caso a las habladurías del pueblo creyendo que habían huido juntos.
Al cabo de los meses, una mañana de verano, llevaron al Pazo de la Villa a Pero Lopez malherido. Había tenido una pelea con un escudero. Cuando el Conde fue a verle a su lecho de muerte, escuchó la confesión de su crimen, cuyos remordimientos le aterrorizaban: “Señor, os pido perdón. Fui yo quien, por envidia y genio, enojado por el desprecio de Elvira, encerré en el subterráneo de la torre a ella y a vuestro paje Mauro… Mi intención no era acabar con sus vidas, sino vengar mi corazón roto causando un profundo sufrimiento a los amantes. El esclavo les llevaba de comer, hasta que un día Mauro logró librarse de las cadenas y le atizó con el hierro dejándole malherido. Pero mientas acudía a liberar a Elvira, el fiel Zaib se arrastró hasta llegar a la poterna y, aunque cayó muerto a la entrada del calabozo, tuvo tiempo de cerrar el muro impidiendo la salida de los jóvenes. Al cabo de las horas, cuando lo eche de menos, baje al subterráneo y encontré a Zaib muerto, con la cabeza destrozada y ensangrentada… ¡Cogí miedo, Señor!, comprendí lo que había sucedido y no me atreví a descorrer el muro nunca más, ¡y los infelices murieron de hambre!…»
Ante el relato, el Señor de Andrade enterró su daga en el pecho del asesino de su hijo, arrancándole la poca vida que le restaba. Luego corrió al subterráneo del castillo, donde descubrió los cuerpos de los dos amantes, que se encontraban juntos en un abrazo de eterna despedida. Después les hizo un entierro casi regio en la Villa, y el Conde se encerró en su castillo llorando los días que le quedaron de vida, a aquel hijo querido, muerto tan joven y de un modo tan horroroso.
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